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Todo lo que debes saber sobre la ansiedad

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Cuando tenía 17 años, no me sentía como una chica normal. Pensaba que había una bestia encerrada en mi cuerpo, arañando todo para salir. Sufría de ataques de pánico: hiperventilando, temblando con escalofríos y luchando contra el deseo de salir corriendo, aunque sólo estuviera platicando con mis amigos.

Me habían diagnosticado ansiedad generalizada. Aunque mi psiquiatra y mis papás intentaron convencerme de tomar medicamentos para controlar los síntomas, me negué.

Había estudiado filosofía oriental y leído tomos espirituales, los cuales me hicieron creer que mis problemas mentales eran señales de un recuerdo reprimido o un trauma de mi vida pasada. Me rehusé a ir a la universidad y en vez de eso opté por alimentos saludables, cristales, Reiki master y fotografías aurales.

Para una ingenua chica de 18 años en busca de respuestas, esto era un parque de diversiones: practiqué posiciones de yoga hasta que me dolieron los hombros. Me inscribí a un masaje terapéutico en el que me aplastaron tanto que no podía respirar bien.

Pensé que estaba camino a recuperarme, pero, aunque probé docenas de tratamientos durante cinco años, el pánico se apoderaba de mí; rara vez dormía, no quería comer, no tenía mi periodo y sufría dolores de estómago.

Cuando hablaba con mis padres en casa, comenzaba a sentir más y más curiosidad por los fármacos prescriptivos. “¿En realidad una pastilla podría ayudarme?”. Les pregunté a mis terapeutas. “No”, respondieron. “Calmar los síntomas con medicinas únicamente prolongarán la curación de tus heridas”.

Algunos aseguraron que mis ansiedades eran un don y que debería apreciar mi habilidad de poder vivir en ambos mundos, uno de felicidad y otro de dolor.

Cuando me mudé a Nueva York, a los 27, los ataques de pánico me llevaron tres veces al hospital durante un año. Colapsé en el gimnasio, en mi departamento y en la calle, mis piernas ya no podían sostenerme. En la sala de emergencias, me mandaban a casa con un diagnóstico (reconfirmado) de trastorno de ansiedad. Los médicos me prescribían Valium, Ativan o Xanax.

A diferencia de los ajustes quiroprácticos, yoga, y los tés de hierbas, los medicamentos calmaban mis nervios y ralentizaban mi corazón en 20 minutos, nunca fallaban.

Para mantenerme alejada del hospital, accedí a tomar Ativan cuando sintiera el pánico apoderarse de mí. Mantenía los ataques bajo control y la angustia era manejable, pero los días malos hicieron que me diera cuenta de que necesitaba un tratamiento regular.

Comencé a tomarlo, y fue ahí cuando mi pánico disminuyó poco a poco, y pude aceptar un puesto de tiempo completo como maestra.

Los fármacos prescriptivos no funcionan como magia. He estado en terapia durante años y he recibido los beneficios del trabajo constante.

Aún creo que la dieta y los medicamentos son herramientas para manejar el estrés. Y las investigaciones también lo demuestran. Ciertos nutrientes (incluyendo magnesio, vitamina B, y L-teanina) pueden tener un efecto tranquilizante, y los estudios comprueban que la meditación cambia zonas del cerebro que son clave para procesar emociones. Pero cuando leo encabezados como “Beber aceite de coco durante un mes curó mi ansiedad para siempre”, me hace hervir la sangre.

Cada año, de acuerdo con la Asociación Nacional de Enfermedades Mentales, millones de pacientes fallecen por la falta de un tratamiento correcto.

Me resistí a la medicina porque, además de temerle, sentía que llorar era parte de mi personalidad. “El mundo está triste, entonces yo también”, recuerdo haberle dicho a mi psicólogo. ¿Qué hubiese logrado si no hubiera gastado tanto tiempo en buscar una cura y tomado pastillas desde el inicio? Ya sea que me sienta segura, o con miedos, que esté cantando o tomándome un fármaco, ésta ahora sí soy yo.


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