“Si parezco un poco malhumorado”, dice David Hawkins en tono irritado, “es porque cada día veo 20 denuncias sobre el tema, y a estas alturas no creo que esté resultando muy útil”.
Hawkins es director de los programas para el clima del Consejo para la Defensa de Recursos Naturales de Estados Unidos. Ha estado luchando contra viento y marea para conseguir que el sistema político estadounidense aborde con seriedad el problema del calentamiento global. En los últimos meses se han visto algunos signos de progreso, por ejemplo, con las nuevas normativas de la Agencia de Protección Ambiental para centrales eléctricas de este país y con algunas fisuras en la hasta ahora inamovible oposición del Partido Republicano a actuar contra el cambio climático.
En los días previos a la tan esperada cumbre global sobre el clima de París, tanto China como India dijeron estar dispuestos a reducir sus emisiones de dióxido de carbono. Esto supone un avance en sí mismo, pero, de paso, se ha mostrado decisivo para enterrar el argumento repetido hasta el hartazgo por el senador Marco Rubio durante el segundo debate presidencial acerca de un tema que ha ido ganando protagonismo entre las filas republicanas. El argumento en cuestión sostiene que no tiene sentido que los Estados Unidos regulen sus emisiones porque el resto del mundo no hará lo mismo.
Así que ante esta crítica coyuntura, lo último que quiere Hawkins es que un grupo de fanáticos ruidosos se reúnan pregonando que para salvar el mundo es necesario un proyecto multimillonario, no solo para reducir las emisiones de dióxido de carbono, sino también para eliminar el que ya está en el aire.
Has leído bien: hacer pasar una parte considerable de la atmósfera de nuestro planeta por una red de máquinas para extraer el dióxido de carbono y depositarlo de nuevo bajo tierra. La idea es invertir el proceso de industrialización basado en combustibles fósiles desarrollado durante un siglo entero de desenfrenada actividad fabril.
Los movimientos ecologistas y el sector de los combustibles fósiles dejarían de estar en el punto de mira como el principal responsable del calentamiento global si se pudiera alcanzar con facilidad lo que se ha llamado “balance negativo de emisiones”. Sin embargo, para Hawkins, en el mejor de los casos, esto no es más que una costosa distracción en el camino que tiene un objetivo alcanzable y urgente de transición hacia fuentes de energía renovables. “Disponemos de tecnologías plenamente probadas cuyos costes conocemos”, explica, “así que nuestra prioridad tiene que ser hacerlas atractivas para la industria privada”.
“El dióxido de carbono es un agente contaminante, pero también es un producto básico con una gran cantidad de usos comerciales”.
La llamada “eliminación de la huella de carbono” es un paso que va incluso más allá de la aún imperfecta tecnología de “captura y almacenamiento de carbono”, la cual lava el CO2 directamente en el escape de combustión de la central térmica, donde se encuentra la mayor concentración relativa de esta sustancia. El problema es que a día de hoy resulta difícil hacerlo a un coste razonable; y eso sin mencionar que en el aire el dióxido de carbono está 300 veces más diluido, lo cual dificulta todavía más el problema desde el punto de vista técnico.
Sin embargo, esto es lo que un número cada vez mayor de científicos especialistas en el clima reclaman con urgencia. Un punto de vista que ha estado recabando apoyos al menos desde 2009, cuando unos científicos de la Administración Nacional y Oceánica de Estados Unidos llegaron a la conclusión de que “el cambio climático debido al aumento de la concentración de dióxido de carbono es “en gran medida irreversible al menos en los 1.000 años posteriores al fin de las emisiones”.
En este sentido, en una conferencia del Foro Económico Mundial el año pasado Tim Kruger, de la Universidad de Oxford, explicó que los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera, actualmente de 400 partes por millón –con una tendencia al alza–, se mantendrán a finales de este siglo, incluso “si muriesen todos los seres de este planeta”, muy por encima del valor de seguridad de 350 partículas por millón.
La comprensión de esta realidad ha dado lugar a nuevas líneas de investigación universitaria como el Programa de Geoingeniería de la Universidad de Oxford liderado por el mismo Kruger; el Centro para los Sumideros de Carbono de la Universidad Estatal de Arizona; y el Centro para la Eliminación del Carbono en la Universidad de Berkeley. Además, se han estado impulsando una serie de empresas tecnológicas con nombres del tipo Global Thermostat, Joule Unlimited o Infinitree LLC, muchas de las cuales están compitiendo por el premio “Reto Tierra Virgen” –unos nada despreciables 25 millones de dólares para el proyecto ganador– creado por el empresario Richard Branson con el fin de conseguir un sistema viable que sirva para eliminar gases de efecto invernadero del aire.
Branson es propietario de una aerolínea, por lo que su interés en este tema parece más que evidente: los aviones propulsados son una fuente considerable de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera y, dicho sea de paso, uno de los problemas más difíciles de resolver, porque, a diferencia de los autos, no pueden funcionar con baterías. Branson anunció la creación del premio en 2007. Desde entonces se han elegido 11 finalistas de entre todos los participantes, y no parece que vaya a haber un ganador de forma inminente. “Esperemos que no lleve tanto tiempo como el Longitude Prize”, dice David Addison, coordinador del Reto Tierra Virgen, en referencia al concurso que tuvo lugar en Gran Bretaña durante el siglo XVIII, para construir un cronómetro marino fiable, y que duró cerca de 50 años.
En principio no es difícil eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera. De hecho, los árboles lo hacen de forma natural mediante la fotosíntesis: almacenan el carbono en su madera y hojas. Por esta razón la reforestación es un arma imprescindible aunque no del todo viable para luchar contra el cambio climático, porque no hay tierra suficiente para hacer crecer tantos árboles como los que se necesitan, siempre y cuando los habitantes de este mundo quieran seguir comiendo.
Klaus Lackner, director del programa de sumideros de carbono en el estado de Arizona (EE.UU.), ha diseñado lo que él mismo llama árboles sintéticos. Para ello se utiliza un compuesto químico que absorbe el dióxido de carbono del aire y después se trata con agua para liberarlo. El CO2 se sustrae en altas concentraciones y el producto químico se puede reutilizar. La mayor parte de procedimientos funcionan partiendo de esta idea: algunos emplean ventiladores alimentados con energía solar para aspirar aire a través de una base química o de productos químicos que se recargan por sí mismos con energía calorífica en lugar de agua.
“Existe el riesgo de que la gente diga: ‘Contamos con esa milagrosa solución, así que no tenemos que hacer nada por ahora, basta con esperar 20 años para utilizarloʼ”.
El nivel de equilibrio que se necesita alcanzar es inmenso: Lackner estima que para lograr reducir las emisiones de dióxido de carbono por debajo de las 350 partes por millón se necesitarían unos 100 millones de máquinas de este tipo esparcidas por todo el mundo. A pesar de la cifra, añade que cada una de estas máquinas tiene el tamaño de un contenedor marítimo y que no son necesariamente más complejas o caras que un coche. En el mundo se fabrican 80 millones de autos y camiones cada año.
Y algún día incluso podrían dar beneficios económicos. El dióxido de carbono es un agente contaminante, pero también es un producto básico con una gran cantidad de usos comerciales: para la síntesis química, la carbonatación de bebidas, el llenado de extintores de incendios o la fabricación de hielo seco.
Su uso más importante, de lejos, es la inyección en pozos de petróleo para forzar la salida de más crudo a la superficie. A pesar de que el dióxido de carbono se acumula de forma catastrófica en la atmósfera, las empresas aún siguen extrayéndolo del subsuelo y vendiéndolo. Se entrega “a granel” por redes de tuberías y su precio asciende a 100 dólares la tonelada. También se pueden comprar en tanques de 25 kilos, cuyo precio de venta a través de intermediarios, por ejemplo, en la ciudad de Nueva York, es de 1 dólar el medio kilo. Con este valor, cada vez que un adulto exhala deja de ganar 15 dólares a la semana.
Dado que el precio del dióxido de carbono aumenta por los costes de transporte, Global Thermostat, una empresa recientemente cofundada por el físico de la Universidad de Columbia Peter Eisenberger y por la economista Graciela Chichilnisky, está desarrollando una tecnología de eliminación de carbono que funciona con el calor residual de cualquier combustión –un pequeño generador, o un horno de panadería, explican– y que puede colocarse allá donde se utilice CO2. Infinitree, con sede en Nueva York pero con un proyecto piloto en marcha en Sacramento, quiere vender CO2 a los agricultores. El dióxido de carbono estimula el crecimiento de las plantas. Muchos productores ya lo utilizan en invernaderos, y existen investigaciones que sugieren que puede funcionar en cultivos de frutas y hortalizas. Con la cantidad suficiente de energía barata, el dióxido de carbono incluso se puede convertir en un combustible líquido como la gasolina.
Sin embargo, aunque se combinasen todas estas tecnologías no se llegaría a reducir ni una pequeña parte de las emisiones mundiales de CO2. Incluso si llegasen a perfeccionarse –si, por ejemplo, cada litro de gasolina o tonelada de carbón se pudiera sustituir por una cantidad equivalente de combustible de CO2 atmosférico sintetizado gracias a energía eólica o solar– no necesariamente se lograría eliminar el dióxido de carbono de forma permanente de la atmósfera. Lo cierto es que al quemar ese combustible, el CO2 vuelve a liberarse al aire, evidentemente.
Es mejor que quemar combustible fósil (que agrega más dióxido de carbono), pero en el mejor de los casos solo se puede equilibrar a cero el nivel de emisiones. Dicho esto, algunos climatólogos creen que no es necesario llegar al balance negativo de emisiones. Para alcanzar este balance negativo se debe capturar el CO2 y deshacerse de él para siempre. Solo existen algunas formas de hacerlo –enterrarlo bajo tierra, o enlazarlo químicamente de manera que no se descomponga–, y todavía estamos lejos de disponer de la tecnología necesaria para hacerlo a escala planetaria.
“Los niveles de emisión de dióxido de carbono, actualmente de 400 partes por millón –con una tendencia al alza–, se mantendrán a finales de este siglo, incluso si muriesen todos los seres de este planeta, muy por encima del valor de seguridad de 350 partículas por millón”.
Esto explica por qué este tema resulta tan sensible para los grandes grupos ecologistas y las agencias gubernamentales. En la página web de la Agencia de Protección Ambiental (EPA), destinada a informar sobre el cambio climático, circula el debate sobre la posibilidad de capturar el dióxido de carbono en el sistema de escape de los circuitos de combustión como una posible solución, pero no se hace referencia a cómo sacar el dióxido de carbono de la atmósfera.
La mayoría de las principales organizaciones ambientalistas evitan abordar esta cuestión. “Nos alegra ver que hay investigaciones en esta dirección, pero no son una prioridad. Ahora el interés radica en implementar las técnicas ya existentes para reducir y eliminar la emisión de gases de efecto invernadero”, dijo Hawkins. Lackner señala que esta alternativa está oculta: “Se trata de una solución tecnológica controversial por varias cuestiones. Por eso resulta tan complicado sacarla adelante. Muchos ecologistas no buscan resolver el problema del cambio climático como tal, sino que desean frenar el uso de combustibles fósiles. Consideran que debatir sobre la posibilidad de capturar el dióxido de carbono es una suerte de distracción que los aleja de su objetivo real. Odian a las empresas petroleras, por eso no quieren que exista un combustible libre de dióxido de carbono”. Prefieren las bicicletas.
Hawkins reconoce que parte del problema de esta tecnología de captura y almacenamiento de carbono es que “existe el riesgo de que la gente diga: ‘Contamos con esa milagrosa solución, así que no tenemos que hacer nada por ahora, basta con esperar 20 años para utilizarlo”. Este es el argumento del “riesgo moral”, en referencia a la tentación de asumir los peligros sabiendo que alguien más pagará las consecuencias. También está lo que Kruger llama “el riesgo para la moral”: el peligro de que esta idea de sacar miles de millones de toneladas de CO2 de la atmósfera, casi literalmente molécula a molécula, suene como algo inverosímil, cuyas desproporcionadas dimensiones y elevados costos económicos llevarían a la clase política a concluir que es un proyecto irrealizable, por lo que optarían por no hacer nada. Y esto, todo el mundo está de acuerdo, es lo único que no podemos permitirnos.